Si nadie te lo pregunta, entonces escribe un Tweet
Nunca he sido una persona sociable. Desde que tengo memoria, me cuesta trabajo iniciar una conversación y nunca me ha gustado la idea de estar en un lugar con personas desconocidas. Mis padres siempre se esforzaron por que yo tuviera lo necesario para seguir adelante así que regularmente nunca tuve que pedirle nada a nadie.
Desde mis años en la primaria, estuve expuesto a desigualdades sociales. En realidad, nunca tuve muy claro el origen, pero sí podía notar diferencias entre mis compañeros de grupo en la escuela, por ejemplo, en el tipo de ropa, su modo de expresarse, o la cantidad de comida chatarra que podían comprar en el recreo. No quiero dramatizar de más, especialmente ahora a tantos años de distancia, pero puedo atestiguar que los estereotipos presentados por la telenovela de Carrusel (1989) eran más o menos correctos. No había niños de color negro africano, pero los tonos de piel fueron variados y marcados. Y sí, el único compañero rubio era el que más dinero tenía.
Como cualquier primaria pública de ese entonces, los niños eran asignados a un grado de acuerdo con su edad y una letra de forma arbitraria. El grupo A era el más cercano a la puerta, y de ahí los salones se iban alejando. Mi grupo era el G, hasta el final. Las bancas estaban hechas para dos personas y además del asiento y la mesa, el respaldo tenía integrado el escritorio para los compañeros de atrás. Eran de madera sólida y muy difíciles de mover. Para efectos prácticos podríamos decir que estaban fijas, ancladas al suelo.
Con esta configuración, uno también terminaba anclado a sus vecinos y sí, en un lugar con personas desconocidas. El primer día nos dieron un número de lista (no, no fue alfabéticamente) y a mí me tocó el 1. Hasta adelante en la primer fila. Ana Laura era la número 2 (mi compañera de banca y eventualmente mi crush de ese entonces) y a mi espalda estaban Rosa (3) y el que después sería mi mejor amigo durante esa época: Martín (4). Rosa estaba permanentemente enamorada (y nunca correspondida) de Martín.
Así, con un grado de estudios basado en mi edad, un grupo seleccionado por la distancia a la puerta, y un número de lista sacado de la imaginación del maestro, la vida me lo había dado todo: amistad, romance, drama y muchas risas.
Creo que así era más fácil. Los números y la casualidad me ponían en donde está la acción. En la actualidad, a mis 41 años, yo tengo que hacerme responsable de mis propias decisiones, y no podría asegurar que los resultados son mejores. Ya nadie me ancla en medio de nada: puedo pasar meses encerrado, sin interactuar con el mundo, y ni quién haga algo para cambiar la situación. Solo estamos mi falta de habilidades sociales y yo. Al menos en mi departamento no hay personas desconocidas.
Afortunadamente aún hay algunas formas de expresarse sin que eso signifique realmente socializar. Por ejemplo, viajar a un país sin hablar el idioma, ni conocer a nadie, pero montar un blog y mantener una cuenta de Twitter.
De alguna manera me pareció una buena idea dejar mi departamento e irme al otro lado del mundo, en donde el desconocido soy yo. Hay un cierto encanto en escuchar voces y no entender absolutamente nada. Aunque, para el ojo entrenado, uno podría argumentar que insertarse en un ambiente extranjero me descarga la responsabilidad de socializar. Total, el problema no es mi grinchez, sino la barrera del idioma. Viajar hacia sociedades más extrovertidas me hubiera resuelto ese problema (en Italia la gente fue mucho más sociable y hasta la chica de la tienda me hacía la plática) pero no. Solo no.
Al menos, tener un blog o una cuenta de Twitter no me inserta realmente en una “conversación”. Las nulas habilidades sociales persisten. Es solo algo que se escribe y ya, aunque nadie me lo haya preguntado.
Por el momento, así está bien.